Esa noche, y por única vez, él le cedió el caramelo rojo (su preferido). Aún así no le importó compartirlo con ella. Creo que esos pequeños gestos eran los que la enamoraban cada vez más. Y ya era imposible ocultarlo. Se desarmaba siempre que sus ojos se encontraban.
El esfuerzo que ella hacía por escuchar y prestar atención a sus historias, era sobrehumano. Entendible. Se perdía en la manera en que su boca bailaba al compás de las palabras que emergían de ella. Viajaba a la estratosfera en tan sólo un minuto. Cuando sus pies lograban tocar la tierra nuevamente, la historia había concluido y sus bocas estaban pegadas, hechas una sola, otra vez.
Siempre que volvían caminando él le ofrecía un cigarrillo. Ella encantada, no podía rechazarlo. Era otro de los vicios que compartían (pero éste sí era malo). En cambio, lo bueno de todo aquello, era que no sólo podían compartir momentos en la cama, caminando, sentados o charlando… también cigarrillos y caramelos rojos (o colorados como decía él).
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