El viejo reloj de pared marcaba las 19. Lo notó porque sonó siete veces. Había que darle cuerda porque en realidad eran las 17 y estaba parado quien sabe hacía cuánto. A veces se tornaba realmente insoportable, sobre todo cuando marcaba las 12. Uno quería estar tranquilo, escuchando el silencio que reinaba, pero no. El reloj se encargaba de descontrolar toda la casa.
La puerta de entrada estaba abierta, y ella se encontraba sola en la casa. Creyó haberla cerrado apenas entró, pero era humana y todos podían equivocarse. La volvió a cerrar rápidamente.
Las perras se peleaban por la comida. Era automático, llegar a la casa de campo y ponerse a escribir. Había una energía especial, se respiraba otro aire. Mate y ladridos de por medio tomó la lapicera, se sentó en la mesa del comedor, y comenzó a escribir.
Sintió que la puerta de entrada rechinaba y se abría lentamente. Agudizó el oído y prestó suma atención. No sintió miedo, en cambio, su cuerpo se llenó de adrenalina, como en las películas de suspenso. La perra más chiquita se le subió encima de un salto. Comenzó a lamerla y le hizo cosquillas. La puerta se cerró de un golpe. Con la perra en brazos se dirigió a la entrada, pero ésta vez la cerró con llave para asegurarse. La perra ladró de repente y su corazón se paralizó. Seguramente quería ir salir para hacer sus necesidades. Le abrió la puerta y salió disparada al pequeño parque. Esperó que terminara y entraron las dos nuevamente.
Volvió a sus escritos, pero ésta vez sintió que alguien la observaba. Ante la duda y el miedo que comenzaba a brotar, fue rápidamente a la cocina y tomó el cuchillo más grande. Lo dejó al lado suyo, por si las dudas. Al rato sintió ganas de ir al baño. Se incorporó, subió las escaleras de a dos y entró. Se miró al espejo y se sintió mareada. Intentó mojarse la cara pero no pudo. Se desplomó de inmediato en el piso.
Las drogas que él le había puesto al agua del mate habían surgido el efecto deseado.
Cuando recobró el conocimiento, notó que estaba atada en su cama de manos y pies. Se desesperó e hizo un intento en vano por salirse de las sogas. No pudo. Quién haya sido el responsable de esos nudos, sabía lo que hacía.
Finalmente, hizo su aparición triunfal por la puerta de la habitación. Ella no pudo creer quién era en verdad. Tal cual lo había imaginado, bah, creado.
El reclamo era justo, él no tenía porque morir en la historia y quería demostrarle a ella que los personajes de los cuentos también sufren las emociones que les imponen sus autores. La conversación fue clara y precisa. Ella cambiaría el final de la historia que estaba escribiendo, si él cambiaba el suyo y la dejaba vivir.
Sin mediar más palabras, el personaje cerró la puerta a sus espaldas y se fue, convencido de que viviría, al menos, un tiempo más.
La puerta de entrada estaba abierta, y ella se encontraba sola en la casa. Creyó haberla cerrado apenas entró, pero era humana y todos podían equivocarse. La volvió a cerrar rápidamente.
Las perras se peleaban por la comida. Era automático, llegar a la casa de campo y ponerse a escribir. Había una energía especial, se respiraba otro aire. Mate y ladridos de por medio tomó la lapicera, se sentó en la mesa del comedor, y comenzó a escribir.
Sintió que la puerta de entrada rechinaba y se abría lentamente. Agudizó el oído y prestó suma atención. No sintió miedo, en cambio, su cuerpo se llenó de adrenalina, como en las películas de suspenso. La perra más chiquita se le subió encima de un salto. Comenzó a lamerla y le hizo cosquillas. La puerta se cerró de un golpe. Con la perra en brazos se dirigió a la entrada, pero ésta vez la cerró con llave para asegurarse. La perra ladró de repente y su corazón se paralizó. Seguramente quería ir salir para hacer sus necesidades. Le abrió la puerta y salió disparada al pequeño parque. Esperó que terminara y entraron las dos nuevamente.
Volvió a sus escritos, pero ésta vez sintió que alguien la observaba. Ante la duda y el miedo que comenzaba a brotar, fue rápidamente a la cocina y tomó el cuchillo más grande. Lo dejó al lado suyo, por si las dudas. Al rato sintió ganas de ir al baño. Se incorporó, subió las escaleras de a dos y entró. Se miró al espejo y se sintió mareada. Intentó mojarse la cara pero no pudo. Se desplomó de inmediato en el piso.
Las drogas que él le había puesto al agua del mate habían surgido el efecto deseado.
Cuando recobró el conocimiento, notó que estaba atada en su cama de manos y pies. Se desesperó e hizo un intento en vano por salirse de las sogas. No pudo. Quién haya sido el responsable de esos nudos, sabía lo que hacía.
Finalmente, hizo su aparición triunfal por la puerta de la habitación. Ella no pudo creer quién era en verdad. Tal cual lo había imaginado, bah, creado.
El reclamo era justo, él no tenía porque morir en la historia y quería demostrarle a ella que los personajes de los cuentos también sufren las emociones que les imponen sus autores. La conversación fue clara y precisa. Ella cambiaría el final de la historia que estaba escribiendo, si él cambiaba el suyo y la dejaba vivir.
Sin mediar más palabras, el personaje cerró la puerta a sus espaldas y se fue, convencido de que viviría, al menos, un tiempo más.
Lara Osolinski.
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